Louise Lawrence-Israëls narra recuerdos de los primeros años de su infancia que pasó escondida en Ámsterdam. En 1942, Louise, que entonces tenía seis meses de edad, y su familia se escondieron en el cuarto piso de una casa adosada, donde permanecieron hasta el final de la guerra en 1945.
La transcripción completa
LOUISE LAWRENCE-ISRAËLS: “Mi mamá, mi papá y Selma siempre tuvieron miedo. Debieron haber vivido momentos terribles. Pero no querían que los niños sintieran lo mismo. Realmente nos protegían. Por eso, festejar el segundo cumpleaños de una niña era importante para ellos”.
NARRADOR: Más de sesenta años después del Holocausto, el odio, el antisemitismo y el genocidio todavía amenazan a nuestro mundo. Las historias de vida de los sobrevivientes del Holocausto trascienden las décadas, y nos recuerdan que permanentemente es necesario ser ciudadanos alertas y poner freno a la injusticia, al prejuicio y al odio, en todo momento y en todo lugar.
Esta serie de podcasts presenta fragmentos de entrevistas a sobrevivientes del Holocausto realizadas en el programa público del Museo Conmemorativo del Holocausto de los Estados Unidos llamado En primera persona: conversaciones con sobrevivientes del Holocausto.
En el episodio de hoy, Louise Lawrence-Israëls le narra a la presentadora, la Dra. Patricia Heberer, recuerdos de los primeros años de su infancia que pasó escondida en el cuarto piso de una casa adosada en Ámsterdam.
PATRICIA HEBERER: En ese momento usted era muy pequeña, pero, ¿qué recuerda? Tengo muy presente que se acuerda de su segundo cumpleaños.
LOUISE LAWRENCE-ISRAËLS: Sí.
PATRICIA HEBERER: A grandes rasgos, ¿qué recuerda de esa época?
LOUISE LAWRENCE-ISRAËLS: Exacto, aunque suene extraño, recuerdo claramente algunas cosas. En realidad, me gustaría contar dos anécdotas. Cuando nos escondimos, mis padres le dijeron a mi hermano, que tenía dos años, “Nunca dejes sola a tu hermana”.
Imaginaban que si nos traicionaban y nos separaban, los dos niños debían permanecer siempre juntos. Mi hermano era un niño muy bueno y lo tomó tan en serio que me tomaba la mano todo el tiempo. Me tomaba la mano todo el tiempo.
Cuando comencé a caminar, caminábamos de la mano. Cuando iba al baño, me tomaba la mano. Cuando nos íbamos a dormir, él hacía que sacara el brazo por las barras de mi cuna y me sostenía la mano. Por supuesto, después nos dormíamos y nos relajábamos, pero recuerdo eso.
Y si hoy alguien me da un apretón de manos muy fuerte, revivo aquel recuerdo, porque las pocas veces que tuvimos miedo, él me apretaba la mano muy fuerte. Era lo único que podíamos hacer. No llorábamos; no decíamos nada; pero él me apretaba la mano muy fuerte.
También recuerdo que teníamos una alfombra, pero no era linda ni suave como esta alfombra aquí. Si se toma un coco, se le quita la corteza y se la toca con las manos, uno puede lastimarse las manos con las fibras ásperas.
Y las esteras estaban hechas con fibras de coco tejidas. Yo tenía seis meses de edad cuando nos escondimos; quizás tenía diez meses cuando comencé a pararme, ¿y qué hacen los padres cuando un niño se para? Le dicen: “Camina, ven aquí”.
Y yo siempre estaba descalza. Mi mamá no podía llevarme a una tienda de calzado porque nunca salíamos de la casa. Y si había tiendas de calzado, ella no podía llevarme; entonces, tuve que aprender a caminar descalza.
Entonces, me decían: “Ven aquí, ven aquí”, y yo daba un primer paso y un segundo paso. Esas esteras me hacían doler los pies. Como no me gustaba, me sentaba y probablemente pensaba: “Caminen ustedes en estas esteras; yo no pienso caminar”.
Por supuesto, después venía mi hermano, me tomaba de la mano y me hacía caminar. Así aprendí a caminar sobre estas esteras, pero incluso hoy, no me gusta caminar sobre la arena de una playa ni nada que le parezca. Es áspera, y me hace acordar a las esteras de coco. Es un recuerdo realmente vívido.
Y el otro recuerdo que usted mencionó es cuando cumplí dos años. Mi mamá, mi papá y nuestra amiga Selma querían que fuera un día muy especial para mí, y realmente se esmeraron. También debo explicar que mi mamá, mi papá y Selma siempre tuvieron miedo.
Debieron haber vivido momentos terribles, pero no querían que los niños sintieran lo mismo. Realmente nos protegían. Por eso, festejar el segundo cumpleaños de una niña era importante para ellos. Justo antes de mi cumpleaños, un amigo de mi papá había visto una pequeña silla de muñeca.
Y le preguntó a mi papá: “¿Eso le gustará a tu hija?”. Y mi papá estaba encantado. Respondió: “Va a cumplir dos años. Sí, me encantaría”. Entonces, el amigo trajo la sillita, trajo una cámara y dijo: “Tenemos que tomar fotos. Cumplirás dos años”.
Encontramos esas fotos después de la guerra. Él nunca podía dejarnos las fotos porque por nada del mundo quería que nos encontraran y nos hicieran preguntas. Por eso, encontramos las fotos después de la guerra.
Pero también dijo: “Si tomamos fotos, ella tiene que ponerse zapatos”. Entonces, trajo zapatos, pero eran dos números más chicos, así que en esa foto los zapatos me apretaban. Mi mamá me hizo un hermoso vestido con una blusa vieja: estaba hecha completamente a mano y tenía dibujos de elefantitos. Había sido una de sus blusas.
Nuestra amiga Selma hizo una muñeca, una muñeca de trapo, con trapos realmente viejos. La cara era una media vieja y le hizo ojos; uno de los ojos estaba un poco caído. Mi hermano tenía un caballo con ruedas; quizás usted lo recuerde de haberlo visto en la foto.\
Me dejaban jugar con él todo el día. Era muy especial. No necesitaba pedírselo. Pero ese día, el caballo con ruedas era mío. Y la muñeca, realmente, abrí el envoltorio y después vi la silla. Yo tenía tan solo dos años y era la silla de una muñeca, pero me senté en ella y estaba feliz. Esta es la foto en la que salgo sentada en la silla.
La silla tuvo otro destino. Mi hermano y yo la usábamos para todo. Cuando nos enojábamos, nos tirábamos la silla. Si teníamos que subirnos a algo, usábamos la silla como una escalera de mano. La usábamos para todo.
Hacia el final de la guerra, todavía teníamos la silla, pero le faltaban algunas piezas. Y en 1948, mi madre la hizo restaurar. La silla quedó siempre en la familia. Cuando visitábamos Holanda con nuestras hijas, ellas jugaban con esa silla.
Finalmente, la trajimos aquí. Nos mudamos muchas veces, por eso la dejé en Holanda durante muchos años. Cuando la silla llegó aquí, les pregunté a nuestros hijos si la querían para sus hijos, nuestros nietos.
La silla era frágil, así que dijeron: “Mejor no, mamá. Consérvala tú”. ¿Qué voy a hacer con una silla de muñeca por el resto de mi vida? Y la doné al Museo. Ahora está acá y es donde debe estar. Realmente me hace muy feliz.