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Mara Ginic

Detrás de cada nombre, una historia es un proyecto del Centro de Recursos para Sobrevivientes y Víctimas del Holocausto (Holocaust Survivors and Victims Resource Center) del Museo. El proyecto web consiste en ensayos que describen las experiencias de sobrevivientes durante el Holocausto.

La historia de Mara: La Huida

En abril de 1941, unas semanas después de que las tropas de Hitler ocuparan Belgrado, mi padre y yo escapamos con la ayuda de mi madre, que era Católica y de etnia alemana, a la isla dálmata de Hvar. Pero Hvar, ocupada por la Ustashi croata, resultó ser un lugar bastante inseguro. Así que escapamos una vez más bajo las narices de las autoridades, esta vez a Split, ocupado por los italianos. En diciembre de ese mismo año, los italianos nos deportaron a una ciudad pequeña llamada Castellamonte, en Piamonte, al norte de Italia, donde nos recluyeron como prisioneros civiles de guerra.

En septiembre de 1943, los alemanes ocuparon el norte de Italia. Mi padre, algunos amigos y yo huimos a las montañas con la intención de cruzar la frontera a Suiza. Después de un osado, peligroso e infructuoso intento, logramos encontrar un guía en Breuil (Cervinia). Él descendía de alpinistas famosos: su abuelo, Jean Antoine Carrel, fue el primer italiano que trepó el monte Cervino o Matterhorn.

Breuil está al pie de Matterhorn y nuestro objetivo era Zermatt, que queda al otro lado de esa montaña, pero en Suiza. Acompañados por Carrel, partimos al anochecer, con mochilas y zapatos bajos. En el camino se nos unió otro guía de montaña. Caminamos con dificultad y lentamente en una sola fila, de noche, por un sendero que era cada vez más escarpado. Éramos un grupo de cinco refugiados: dos hombres y tres mujeres. Carrel llevaba una soga enrollada en un hombro y encabezaba la fila, mientras que su colega la cerraba.

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Después de un tiempo, Carrel se detuvo y nos dio a todos una pequeña pastilla. Nos explicó que era un medicamento para tener más resistencia que los pilotos tomaban antes de las tareas difíciles. Repentinamente, la mochila se tornó liviana como una pluma y parecía que los pies apenas tocaban el suelo. Durante unas tres o cuatro horas, ascendimos por senderos que no eran demasiado difíciles. La noche iluminada se hizo más fría y me puse los mitones. Mi padre no estaba tan bien equipado y constantemente se sostenía la gorra con una mano porque el viento amenazaba con llevársela. Le di uno de mis mitones porque se le congelaban las manos; el frío se hizo más penetrante.

Subimos caminando sin mucho esfuerzo hasta el amanecer, pero todavía faltaba lo peor. Los senderos se hicieron más pedregosos y angostos, y ahora teníamos que pisar con cuidado de costado, inclinándonos contra una pared rocosa escarpada. Luego, nuestro guía taciturno nos sujetó uno detrás del otro a la soga, e hizo que descendiéramos deslizándonos varias yardas en acantilados escalonados. Después de este difícil pasaje, Carrel se detuvo y señaló hacia adelante. Un glaciar se extendía ante nosotros y, más allá, la bruma de la mañana cubría praderas y casas. “Es en aquella dirección”, señaló Carrel. “Ahora deben continuar solos. Esta es la frontera y yo no puedo seguir”.

Le dieron las monedas de oro según lo acordado con el amigo de mi padre, Hinko Salz, que era dentista y tenía monedas de oro, por suerte para nosotros, porque mi padre no tenía ninguna.

Los dos hombres dieron media vuelta y desaparecieron de nuestra vista en un instante. Durante un momento, permanecimos de pie allí, indefensos. Luego nos recobramos y marchamos sobre el glaciar. El aire helado nos golpeaba. El glaciar era suave, y cruzar no habría sido tan difícil si hubiéramos tenido zapatos de montaña, y si no hubiera habido grietas cada par de yardas que a veces podíamos cruzar, pero en general debíamos saltar. Habíamos caminado durante doce horas y las pastillas ya no hacían efecto. La euforia había pasado y estábamos muy cansados. Cada paso requería un esfuerzo de voluntad, sin mencionar los saltos, en los que las mochilas nos tiraban al suelo cada vez.

Tenía la garganta reseca, y el viento me volaba el cabello en la cara y no me permitía ver bien. Las rodillas me fallaban y el glaciar parecía infinito. Ahora, cada vez que saltaba, me caía en el hielo, hasta que me quedé sin fuerzas para levantarme. Mi padre también estaba agotado, pero me alentaba y me ayudaba una y otra vez a incorporarme. Sentía los miembros rígidos por el frío, con los dedos de las manos y los pies, entumecidos. Era mi límite. No podía avanzar más. ¡Aquí me quedo!

Cuando mi padre intentó ayudarme, comencé a gritar. A los 11.500 pies (3500 metros), era el momento justo para sufrir una crisis nerviosa. Obedeciendo a una seña del doctor Salc, mi padre me dio una bofetada en la cara y comencé a llorar, pero gradualmente me calmé, me controlé y seguí caminando con esfuerzo como una buena niña. Pronto cruzamos el glaciar. Ahora, ante nosotros había un lago y, cerca de allí, una casa: la guardia fronteriza.

Los guardias nos habían observado con binoculares durante un tiempo y vinieron a recibirnos. Caímos exhaustos en los bancos que estaban delante de la pequeña casa del guardia. Nos dieron agua y nos dejaron descansar antes de informarnos, con educación pero con firmeza, que no podíamos permanecer allí en Suiza y debíamos regresar. No esperábamos eso. En ese momento, no sabíamos que a muchos refugiados no solo se les denegaba el ingreso al país, sino que se los entregaba a los alemanes de inmediato.

Al principio, mi padre y el doctor Salc intentaron persuadir a los guardias de frontera. Mi padre dijo que su hermana vivía en Suiza y que tenía su dirección (ella estaba recluida en un campo cerca de Lugano), y pidió que lo dejaran llamarla. Por teléfono, le preguntó si ella tenía algún contacto que pudiera ayudarnos a ser admitidos en Suiza. “Mi pobre hermano, soy una refugiada. ¿Cómo puedo ayudarte?”. Ya que no podía esperarse nada por ese lado, las negociaciones se convirtieron en súplicas y ruegos para ingresar, y cuando hasta las lágrimas fueron en vano, las dos mujeres adultas se tiraron a los pies de los oficiales, se arrancaban el cabello e hicieron tal escena que tuve que mirar para otro lado por la vergüenza.

Después de este terrible espectáculo, el oficial jefe habló por teléfono durante mucho tiempo con sus superiores, y finalmente nos informó que él no podía tomar ninguna decisión y tenía que llevarnos a Zermatt. Nuestra esperanza era que después nos salvaran. Pensábamos que al estar en el país, ya no nos expulsarían. Tuvimos suerte porque, según escuché después, la policía suiza había entregado a los alemanes muchos refugiados que ya estaban dentro del país.

Con las fuerzas que nos quedaban y detrás de los guardias de frontera, comenzamos nuestro viaje por ese país libre y maravilloso que no tenía guerras ni SS.

Hasta el aire parecía tener un aroma particular, como de miel. ¿O era mi imaginación? ¿Alucinaba con olores? Por mi cansancio y éxtasis, no había notado que nuestros escoltas fumaban en pipa, de la cual salían pequeñas nubes de humo con olor a miel que pasaban sobre nosotros. Tenía los sentidos tan adormecidos que no percibí cómo llegamos a Zermatt, a quiénes nos entregaron los guardias ni dónde pasamos la noche. Las veinticuatro horas de marcha, la escalada, los saltos sobre grietas, la agitación, la desesperación y la liberación subsiguiente me habían vaciado la mente por completo. Creo que nos alojamos en un hotel. Solamente vi una escalera por la que bajamos la mañana siguiente y que significó un esfuerzo inmenso para nuestros músculos doloridos.

En Zermatt, nos hicimos famosos de la noche a la mañana. Nos trataban como héroes. Nos admiraban por nuestro logro y nos tenían compasión por nuestro destino. En el camino hacia la estación de trenes, de donde partiríamos para el campo, hombres y mujeres en las calles nos felicitaban y nos ofrecían frutas y chocolates. Cuando nos sentamos en nuestro compartimento, seguían pasándonos manzanas y cigarrillos por las ventanas.

Permanecimos en Suiza hasta el fin de la guerra. Mientras tanto, me casé con Ivo Kraus y decidimos no regresar a Yugoslavia, sino ir a Italia. Desde Italia emigramos a Argentina. Mi padre sí regresó a Yugoslavia, pero solo para escapar del régimen de Tito dos años más tarde. Algunos meses antes, se había casado en Belgrado con una sobreviviente de Auschwitz, Silvia Drucker. Emigraron a Venezuela donde nació su hija Nicole.

Mi esposo y yo tuvimos dos hijos y volvimos a vivir a Italia, y luego, a Francia, Venezuela y, finalmente, a San Pablo, Brasil, donde nos divorciamos. En San Pablo, conocí a Joe J. Heydecker, con quien viví hasta su muerte en Viena, Austria.

Acerca de la autora

Mara Ginic (actualmente, Kraus) nació en Zagreb, Yugoslavia, en 1925. A la edad de tres o cuatro años, se mudó con sus abuelos a Osijek, Eslavonia. Cuando tenía cinco años, sus padres se divorciaron y su madre se mudó a Belgrado, pero Mara permaneció con su padre y abuelos en Osijek hasta que cumplió los ocho años y ellos también se mudaron a Belgrado. Cuando su padre volvió a casarse, Mara fue a vivir con él y su madrastra.

Enlaces a páginas relacionadas

Registro de Sobrevivivientes del Holocausto (PDF)

Enlaces a Mapas relacionados

Invasión de los Balcanes, abril de 1941

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