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Jakob Blankitny

Detrás de cada nombre una historia es un proyecto del Centro de Recursos para Sobrevivientes y Víctimas del Holocausto (Holocaust Survivors and Victims Resource Center) del Museo. El proyecto web consiste en ensayos describiendo las experiencias de sobrevivientes durante el Holocausto.

LA HISTORIA DE JAKOB

Yo vivía en un pueblo llamado Maków Mazowiecki a unos 80 km de Varsovia. La invasión a Polonia trajo aparejado la creación de campos de trabajos forzados y guetos con una tremenda persecución hacia los judíos. Consecuente con su política, en 1941 Alemania rompió su pacto con Rusia.

En dos días, Alemania ya estaba en mi pueblo, utilizando las sinagogas como caballerizas, destrozando todo símbolo judío que se encontraba en su paso y exigiendo a los judíos a identificarse mediante una estrella de David con la inscripción de judío en su centro y llevarla en un lugar visible.

Retrato de Jakob Blankitny, sus padres, y su hermana, alrededor del año 1928. —cortesía de Jakob Blankitny

De los campos de trabajo, los judíos eran trasladados a guetos y a campos de concentración. En los guetos, el tifus, desnutrición y otras enfermedades hacían estragos entre su población, lo que producía muchas muertes sobre todo en los ancianos y niños. Fue un milagro que yo sobreviviera al tifus.

Luego de dos semanas nos empezaron a trasladar en carretas de campesinos al gueto de Mlawa. Lo encontramos vacío a nuestra llegada ya que los anteriores pobladores ya habían sido trasladados a Auschwitz. En este lugar donde se encontraba la estación de ferrocarril, permanecimos diez días y nos hicieron trabajar en tareas de construcción para luego iniciar nuestro traslado. Primero gente mayor y mujeres con niños pequeños fueron trasferidos a Treblinka.

Pasados dos días, iniciaron nuestro traslado en tren a Auschwitz siendo el viaje terrible y en condiciones infrahumanas. Dentro de mis amargos recuerdos, no podré olvidar cuando mi madre dio a los soldados alemanes, su alianza de matrimonio a cambio de medio vaso de agua. Cuando llegamos a nuestro trágico destino: El infierno, yo sólo contaba con 16 años y aún retumban en mis oídos los gritos lastimeros de miles de seres humanos.

A nuestro arribo, fuimos divididos entre mujeres y hombres. ¡¡¡A las mujeres las llevaron directamente a las cámaras de gas y luego al crematorio - mi madre y mi hermana estaban entre ellas!!! Que dolor, verlas partir al lugar de donde no se regresaba jamás. A los hombres, nos dividieron en dos grupos, quedando mi padre y yo juntos.

De repente, en medio de esta situación dantesca, escuchamos la voz familiar de nuestro tío que a gritos nos decía: «vengan a este lado». En medio de ese torbellino de policías alemanes con jaurías de perros, logramos cruzar hacia la otra fila la que nos llevó a Auschwitz-Birkenau. Al otro grupo, se lo llevaron directamente a la cámara de gas. El humo de los crematorios se podía divisar a kilómetros a la redonda. A nuestra llegada, éramos unas 6.000 personas y finalmente al entrar a Auschwitz solo quedamos 200 personas.

Al entrar al campo de Auschwitz se nos tatuó con números en los brazos, lo que fue a partir de ese momento nuestra única identificación; lo que hasta el día de hoy, los que logramos sobrevivir, nos recuerda cada día el horror por el cual tuvimos que pasar y que nueva- y lamentablemente el mundo hizo oídos sordos.

Era invierno y el frio nos quemaba; todo el campo estaba anegado y barroso, nos quitaron la ropa y a cambio nos entregaron ropa liviana a rayas parecida a un pijama, con el tiempo se podía ver a través de estos el estado de desnutrición y debilidad de nuestros cuerpos. Nos ubicaron en distintas barracas, dónde pudimos ver camastros, de tres pisos, dónde se nos ubicaba de a cuatro personas por cama o sea doce seres humanos por camastro.

Nuestra vida en el campo se iniciaba a las cinco de la mañana, dónde se nos daba un café y un pedazo de pan. A la vez se nos contaba como a bestias para ver que no faltara nadie, siendo golpeados y maltratados constantemente, si alguien por desgracia llegaba a caer o se movía de su lugar a consecuencia de los duros golpes, este era ejecutado a ese mismo instante, dando los viles soldados de las SS risotadas al ver en nuestros rostros el horror al cual éramos sometidos. El trabajo se realizaba afuera del campo hasta las siete de la noche donde regresábamos y nos daban un plato que contenía un cuarto de litro de sopa. Por suerte yo aun estaba en la misma barraca que mi padre. Uno de los primeros trabajos que iniciamos fue de cavar canales de agua. Cada anochecer traíamos de vuelta al campo a cuatro o cinco cadáveres de nuestros compañeros, los que eran llevados directamente a los crematorios. Constantemente se realizaban nuevas selecciones, a los enfermos directamente los eliminaban y cada vez éramos menos.

En una de esas fatídicas selecciones se nos preguntó por nuestros oficios y cuando fue mi turno contesté asustado que era carpintero y mi padre respondió que era albañil lo que resultó ser su perdición.

Un día fuimos llamados, todos aquellos que habíamos contestado que nuestra profesión era la de carpintero, alrededor de diez personas, para trasladarnos a otro lugar. Me tocó despedirme de mi padre y él me dijo estas últimas palabras: «Ve no más, puede ser que tu logres salvarte ya que a mí, me ofrecieron, antes ir a otro lugar, pero preferí pasar por enfermo antes que abandonarte. Pero tú tienes la obligación de ir para poder salvarte». ¡Esa fue la última conversación con mi padre! Nunca más lo vi.

Fuimos trasladados a unos cinco kilómetros, a Auschwitz I, donde había una gran carpintería, el comandante de la misma al verme me preguntó, «¿quién eres tú? Eres muy chico y débil para ser carpintero.» Yo le contesté muy asustado: «Soy ayudante de carpintero», lo que derivó inmediatamente en un gran sopapo que me tiró al suelo y fui derivado a trabajar al ferrocarril que era uno de los peores trabajos existentes, donde nuestra obligación era descargar los vagones. Teníamos que llevar en nuestras espaldas pesos enormes. Hoy en día solo maquinarias podrían levantarlas. …corría el año 1943.

Durante todo este tiempo y mientras todo parecía ser una terrible pesadilla y no nuestra realidad, me enfermé de una terrible infección intestinal y como consecuencia del tremendo frío del invierno polaco vi cómo mis pies se congelaban y que de algunos de los dedos caían trozos de piel y carne.

Nos encontrábamos fuera del campo y divisé un baño de madera y como me encontraba muy descompuesto me arriesgué a entrar en él, tardando un poco más de lo habitual. Afuera, los capos habían iniciado la cuenta de personas y se percataron que faltaba uno. Al salir, yo, del baño, fui merecedor de una golpiza con maderos que caí al suelo casi moribundo.

Me trasportaron en una tabla hasta el campo; dejándome tirado alado de la pared de mi bloque. Sentía que ni siquiera podía moverme. Pensé que había llegado el fin para mí. Ya a la noche cuando arribaron mis compañeros del bloque me introdujeron a la misma. A la mañana siguiente, me transportaron al hospital del campo él cual era atendido por los mismos prisioneros, donde me proporcionaron carbón y me vendaron los pies.

Luego de recuperarme durante tres días, llegó al hospital una inspección precedida por Mengele de las SS, disponiendo algunos enfermos a la izquierda y otros a la derecha. Nuevamente la suerte me acompaño y logré quedarme en el hospital mientras al otro grupo con engaños, diciéndoles que serian trasladados a otro hospital, eran enviados directamente a los crematorios de Birkenau, siendo quemados prácticamente vivos. Todos opinaron que de haber una segunda selección no tendría la misma suerte. Allí encontré al hijo del Rebe de mi ciudad, él ya casi no me pudo reconocer pero logró balbucear algunas palabras y me dijo: «Tú fuiste alumno de mi padre, eres joven y vas a lograr sobrevivir, si ves a mi familia diles que no lo logré». Ese mismo día falleció.

Luego de conversar con uno de los médicos logré convencerlo que me diera de alta y él, sabiendo que estaba próxima una nueva inspección, accedió. Aún muy débil por la desnutrición y cojeando, logré llegar hasta mi bloque donde mis compañeros no parecían reconocerme.

Los primeros días, luego de mi regreso, trabajé en el mismo campo hasta que un día por altoparlante emitieron una orden y llamaron a la gente que supiera tallar madera. Cómo había aprendido algo de esto en el colegio, me atreví y me presenté a las siete de la mañana en el punto de reunión que era frente a la campaña del campo.

Fuimos trasladados a un campo llamado D.A.V. donde habían grandes galpones de carpintería y cerrajería. Trabajaban allí unos mil doscientos prisioneros, era este un lugar caliente y vi la oportunidad de recuperarme y curar mis pies. Mi labor consistía en realizar cucharas de madera para ser enviadas a los campos en Rusia, no permitiéndose que éstas fueran hechas de metal para que no pudieran ser utilizadas como armas. Teníamos que cumplir con una enorme cuota cada dos semanas y me fue imposible lograrlo, por lo que fui expulsado de la fábrica y se me envió a trabajar al campo donde debíamos cargar grandes tablones de madera y transportarlos a las distintas carpinterías y luego extraer en cajones el aserrín. A los que les costaba cargarlos por el excesivo peso eran brutalmente castigados con palos para lograr que se apuraran.

Del galpón donde se encontraban las maquinarias de carpintería sacaron a todos los trabajadores polacos, fueron reasignados a otros campos y se quedaron sin obreros para las maquinarias. El capo de la fábrica, un joven polaco, repentinamente me miró y dijo: «¡Ven aquí! ¿Cómo te llamas?» A lo que yo respondí: «Jacobo Blankitny». Me llevó hasta una máquina que aserraba madera, indicándome por única vez su manejo y expresando que si lograba realizar un buen trabajo me podría quedar fijo trabajando allí. Fue hasta 1945 que permanecí allí, estando convencido que esta fue mi salvación.

El 18 de enero de 1945, los rusos comenzaron a llegar a Auschwitz, y nos hicieron caminar unos 90 km hasta la estación Leslau. Al salir del campo, éramos unas miles de personas pero al arribar tan solo lograron sobrevivir la mitad. A muchos, mataron en el camino, otros no lo lograron por no poder mantener el ritmo de la marcha en la nieve.

Al llegar a la estación, nos introdujeron en vagones abiertos con destino a Mauthausen, la mitad de las personas que viajaban en esos vagones no logró soportar el frío y murió congelada. Los que logramos sobrevivir, fuimos nuevamente trasladados y esta vez nos tocó Melk donde debíamos trabajar en minas para las fabricas de municiones, hasta marzo de 1945 donde fuimos clandestinamente informados que los americanos ya se encontraban próximos al lugar. Por tal motivo, los alemanes decidieron trasladarnos al Tirol, al campo denominado Ebensee, donde en el trayecto, algunos prisioneros lograron escapar. Cuando llegamos unas veinte personas más o menos, fuimos llevados al campo y puestos en fila para fusilarnos. En ese momento, se aproximó un comandante alemán el cuál dijo: «No vale la pena matar a esta gente, no valen siquiera la bala, de cualquier manera morirán en el campo».

La alimentación era una vez por día y consistía en una sopa hecha de cáscara de papa, desechos de la comida de las SS. Cada día veíamos como fallecían entre 400 y 500 prisioneros en el campo.

El 4 de mayo de 1945, los americanos estaban ya muy próximos, se escuchaban cañonazos a lo lejos. Nos reunieron a todos los sobrevivientes y nos anunciaron que al día siguiente nos introducirían por nuestra seguridad dentro de la mina en que trabajábamos ya que los americanos estaban cerca. Alguien logró informarse que se trataba de un ardid para eliminarnos masivamente, ya que la mina se encontraba llena de explosivos.

A esa altura éramos unas 10.000 personas. Las personas nos sublevamos y decidimos no acatar la orden, por lo que las SS ya sin tiempo y apurados por escapar decidieron cerrar el campo con los prisioneros adentro y escaparon.

Llegaron los guardias civiles a cuidarnos y finalmente a la mañana siguiente ingresaron al campo los tanques americanos a liberarnos.

Poder describir todas las facetas de horror y dolor que me tocó vivir, me costaría muchas horas de relato y amargura.

De mi ciudad Maków Mazowiecki, donde habitaban 4.000 judíos sobrevivieron tan solo 42. De toda mi familia en Polonia, fui el único sobreviviente.

De la hija del sobreviviente:

Cincuenta y cuatro años después, mi hermana y yo recorrimos junto a mi padre, un sobreviviente, cada uno de los lugares por los cuales pasó el horror, la tragedia y la fatídica suerte que corrieron millones de personas, logrando aun después de tantos años hacer sentir una vibración negativa indescriptible, no pudiéndose expresar con palabras. Ni pasando por los campos de concentración ni aun en aquel shtetl, Maków; se podría hoy encontrar, vestigios de que en algún momento existió una vigorosa vida judía, formadora de tradiciones y cálidas costumbres.

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