El siguiente capítulo de A Chance to Live (Una oportunidad de vivir) de Pieter Kohnstam se imprimió con permiso del autor. El capítulo está escrito desde la mirada del padre de Pieter, Hans Stefan Kohnstam, que tenía 39 años cuando ocurrió lo que aquí se narra.
En la mañana del 6 de julio de 1942, Ana Frank vino a despedirse. Los Frank estaban a punto de ir a ocultarse en su anexo secreto. Era una despedida triste y difícil para todos. Aunque la situación se deterioraba, Ana había bajado a jugar con Pieter (de 6 años) todos los días. Ruth (la madre de Pieter de 31 años) y Clara (la madre de Ruth, abuela de Pieter) se habían encariñado mucho con ella. Nos despedimos con abrazos y besos. Recordar ese momento todavía me hace llorar.
Desde nuestra sala de estar, vimos cómo partían los Frank hacia su escondite. Llovía. Margot se había ido más temprano. Otto estaba vestido de manera bastante formal, como si fuera a trabajar. Llevaba un traje oscuro, corbata, un abrigo y un sombrero. Tenía un bolso bajo un brazo y sostenía a Edith con el otro. Edith también tenía un sombrero y llevaba una bolsa de compras. Ana se había puesto un pañuelo para protegerse de la lluvia. Se dio vuelta una vez más para mirarnos mientras agitábamos la mano como despedida. Llorábamos y rezábamos por su seguridad.
Dos días más tarde, los nazis llevaron a cabo una Razzia (redada) en nuestro barrio. Escuchamos el estruendo de sus sirenas y automóviles a lo lejos. Cuando la primera motocicleta negra dobló en nuestra calle seguida de un automóvil de pasajeros y de un gran camión atestado de soldados nazis, yo tuve un mal presentimiento. Pieter estaba de pie sobre el sofá con la nariz contra la parte inferior de la ventana y miraba hacia la calle mientras se agarraba de la cintura de Clara. Ruth y yo nos miramos con recelo.
El convoy se detuvo en frente de nuestro edificio y los soldados se bajaron del camión. Se dirigieron rápidamente a nuestro apartamento, golpearon la puerta con las culatas de los rifles y gritaron: “Abran o tiramos la puerta abajo”.
Mientras Clara los hacía pasar, vi que Ruth deslizaba un papel pequeño en el bolsillo de Pieter.
Los soldados irrumpieron en la habitación, guiados por un oficial nazi que agitaba una pistola hacia nosotros y que nos gritó: “Quietos o disparo”. De reojo, vi cómo Pieter sacó el papel de su bolsillo, se lo puso en la boca a escondidas, y cuidadosamente lo masticó y lo tragó. Contuve la respiración y recé que nadie más se hubiera dado cuenta. Por suerte, los soldados estaban demasiado ocupados poniendo etiquetas con la insignia de las SS sobre los muebles y demás pertenencias, y no nos prestaban atención. El oficial nos explicó que, debido a que seríamos deportados, ellos reclamaban la posesión y propiedad de todo lo que teníamos. Si quitábamos tan solo un mondadientes del apartamento, sería delito.
Cuando al fin se fueron, suspiramos aliviados. Ruth felicitó a Pieter por resolver rápidamente cómo deshacerse del papel. Ella le sonrió y le dijo: “No te preocupes, no te lastimará. Todo sale con el tiempo”. El papel estaba lleno de números telefónicos, incluso el de Gerda Leske. (Gerda y Ad Leske era amigos cercanos de los Kohnstam y solían venir a almorzar los domingos antes de la ocupación alemana. Cuando comenzó la ocupación, siguieron viniendo y traían alimento para la familia y juguetes para Pieter, que era hijo único. Ambos eran cristianos. Gerda era oriunda de Berlín y Ad era holandés. Tenían tiendas en Ámsterdam y Maastricht, Bélgica.) Ruth se había arriesgado mucho, pensando que la Gestapo no revisaría a un niño pequeño. De hecho, habíamos tenido mucha suerte.
Cuando recibimos el aviso de la fecha de nuestra partida, Ruth llamó a Gerda, quien ideó un plan brillante, pero peligroso.
Nada más sucedió hasta el día en que debíamos presentarnos en el depósito de carga en la sección este de Ámsterdam para ser transportados a Westerbork. Ruth y Clara pasaron la mañana cosiendo efectivo (billetes grandes) y joyas en las hombreras de nuestros abrigos. Ruth también escondió dinero en las hombreras de su blusa. Enterramos el resto de sus joyas en el jardín detrás de nuestro apartamento. Nunca más las vimos. El día anterior, yo había traído dos mochilas (como las de los excursionistas) y las llenamos de comida para dos días. Las guardamos en la habitación de atrás, para que nadie pudiera verlas si desde la calle alguien miraba por la ventana de la sala de estar. También había conseguido borceguíes fuertes e impermeables con suelas clavadas de goma para Ruth, Pieter y para mí. Además, había falsificado identificaciones y permisos de viaje para los tres.
Las horas transcurrían a paso de tortuga, lentamente, interminablemente. Estábamos demasiado nerviosos para almorzar. Pieter le hacía preguntas a la abuela Clara: “¿Por qué tenemos que partir? ¿Por qué no puedes venir con nosotros? ¿Te veré nuevamente alguna vez?”. Clara respondió cada una de las preguntas pacientemente y le aseguró que todo estaría bien. Para mi sorpresa, noté que Pieter expresaba las mismas preocupaciones que daban vueltas en mi mente. Yo también me preguntaba si alguna vez veríamos nuevamente a Clara y regresaríamos a Ámsterdam. Recordaba cuando había escapado de los nazis y me preguntaba si algún día volvería a pisar tierra alemana y si recuperaría algo de lo que mi familia había perdido.
(En septiembre de 1932, Ruth y yo habíamos huido de Núremberg a través de los Países Bajos. Los poderosos, los seguidores fanáticos de Hitler en Núremberg, consideraban que mi trabajo de artista era “degenerado”. No solo corrían peligro nuestras posesiones sino posiblemente nuestras vidas. Aunque los nazis todavía no estaban en el poder “oficialmente”, mi padre, que era juez, nos aconsejó que escapáramos rápidamente del país, y así lo hicimos. Esto sucedió un año después de nuestra boda, cuando yo tenía treinta años).
Finalmente llegó el momento de irnos y nos costaba separarnos. El apartamento de la calle Merwedeplein al 17 había sido nuestro hogar durante casi ocho años; y una vez más, abandonábamos todo, excepto nuestras vidas, nuestros recuerdos, nuestra esperanza y nuestra fe. Habíamos decidido que yo iría primero, y Ruth y Pieter me seguirían después. Si una patrulla nazi la detenía, ella diría que Pieter estaba enfermo y que lo llevaba al hospital. Bebí la mitad de una botella de armañac francés, me puse la boina negra, le dije un último adiós a Clara y salí del apartamento por la puerta posterior. El portón trasero del jardín daba a un pequeño pasaje que recorría el fondo del edificio de apartamentos. Cuando salí del callejón hacia la calle principal, vi que una patrulla de las SS se había detenido en el parque para fumar. Recé para que Ruth y Pieter escaparan sin ningún problema.
Afortunadamente, todos llegamos a salvo al salón de Gerda. Dado que no parecíamos clientes, ingresamos por la puerta trasera para no levantar sospechas. Lo primero que hicimos fue quitarnos la estrella de David de la ropa. Era engorroso, pero era clave para sobrevivir. Frotamos tintura donde los parches amarillos habían cubierto la tela, para que todo quedara como el resto del abrigo, más gastado.
Gerda había elaborado una historia inteligente para cubrirnos: ella debía llevar a su personal a un desfile de modas en Maastricht. Debido a que Ruth era joven y bella, iría como modelo. Yo iría como el diseñador de modas de la compañía. Y Pieter sería el hijo de Gerda. Le recalcamos a Pieter que debía estar completamente callado durante el viaje en tren y que debía actuar como si Ruth fuera una desconocida. Yo estaba muy preocupado porque sabía que era un desafío para un niño sociable que hablaba con todo el mundo y que tenía, sin dudas, tanto miedo como nosotros. ¿Cómo se comportaría en estas circunstancias? ¿Sería capaz de permanecer callado y negar a su propia madre?
Cuando terminamos con nuestros abrigos, no quedaba mucho tiempo. Acordamos rápidamente un lugar de encuentro en caso de separarnos. Luego nos dirigimos a la Hauptbahnhof, la estación de trenes principal, para partir hacia Maastricht. Nos subimos a diferentes tranvías. Mi viaje transcurrió sin complicaciones, aunque había soldados nazis patrullando las calles, y detenían, pateaban, aporreaban y revisaban personas al azar. Cuando llegué al gran salón de la estación de trenes, Ad Leske me esperaba bajo un gran reloj redondo que colgaba del techo. Me saludó formalmente como un conocido de negocios, me dio la mano y dijo: “Buenas tardes. ¿Cómo está?”. Al mismo tiempo, me puso un pasaje de tren en la palma de la mano.
Luego me acompañó a la plataforma de donde estaba por partir un tren suburbano. Nos cruzamos con un miembro del ayuntamiento de Ámsterdam que salía del tren y a quien conocía bien. Me guiñó un ojo y asintió con la cabeza brevemente, para hacerme saber que Ruth, Gerda y Pieter estaban a salvo en el vagón. Ad me llevó a mi asiento, me deseó suerte con discreción, me estrechó la mano otra vez y se fue. Después de tantos años de gran amistad, era difícil despedirnos tan abruptamente, pero no teníamos opción.
El tren estaba lleno de trabajadores holandeses que regresaban a su hogar. Ruth estaba sentada dos asientos más adelante, al otro lado del pasillo. Gerda y Pieter estaban varias filas más adelante, frente a nosotros. Pieter me miró serio, pero contento, acurrucado en los brazos de Gerda. Habíamos decidido que si detenían o arrestaban a uno de nosotros, los otros no mirarían ni darían ninguna señal de reconocer al resto. Pieter intentó una vez hacer contacto visual con Ruth, quien se obligó a mirar hacia otro lado. Por un momento, él pareció afligido, y yo tenía miedo de que comenzara a llorar. Sin embargo, Greta se había dado cuenta del intercambio, y lo atrajo más cerca de ella y lo abrazó contra su pecho como si fuera su propio hijo. Mientras él se relajaba en contacto con el cuerpo de Gerda, sentí que me calmaba.
Pero todavía debíamos esperar. Pareció una eternidad hasta que el revisor finalmente pasó por los vagones del tren y cerró todas las puertas. Cuando hizo sonar el silbido agudo que marcaba la partida, sentí una enorme felicidad. Tras una brusca sacudida, el tren lentamente comenzó a alejarse de la estación. Finalmente, estábamos en camino.
Durante el viaje, los soldados nazis patrullaban e inspeccionaban las identificaciones de algunos pasajeros. Aunque intentamos actuar con indiferencia, me ponían nervioso cada vez que caminaban por el pasillo. Naturalmente, uno de ellos me pidió los documentos. Le entregué el boleto y la identificación que había falsificado, y contuve la respiración. Los miraron y me los devolvieron sin hacer comentarios. Sentí una ola de inmenso alivio, seguido de un cálido sentimiento de orgullo porque mi trabajo manual había pasado la prueba.
Cuando llegamos a Maastricht, había caído la tarde y oscurecía. Nos encontramos al final de la plataforma de trenes, y Pieter abrazó fuerte a Ruth, hundiéndose en ella, como buscando más consuelo.
Fuera de la estación, nos esperaba el director ejecutivo del salón de Gerda en Maastricht, un hombre delgado con rostro demacrado. Recorría todo el lugar rápidamente con la mirada. Cuando comenzamos a caminar hacia su auto, pidió hablar en privado con Gerda. Se detuvieron del otro lado de su Peugeot y lo escuché murmurar en voz baja e insistente, mientras miraba nerviosamente en nuestra dirección. Gerda lo miró fijamente, con rostro tenso de ira. Ella no elevó la voz, pero debe haber dicho algo terminante, porque él bajó la vista a los adoquines de la calle y luego asintió con la cabeza, dando su consentimiento.
Se apartó un poco mientras nos despedíamos de Gerda. Fue una despedida larga, emotiva y llena de lágrimas. ¿Cómo podría agradecerle todo alguna vez a esta mujer tan extraordinaria? ¿Cómo podría retribuirle su generosidad y valentía? Gerda había arriesgado la vida por nosotros. Había hecho los trámites con la clandestinidad en Ámsterdam para hacernos cruzar la frontera belga. Nos había acompañado personalmente a Maastricht. Si los nazis nos hubieran arrestado, la habrían matado a ella y a su familia. No queríamos dejarla ir, pero después de otro abrazo, Gerda finalmente se alejó y volvió a la estación de trenes, secándose las lágrimas, para esperar el próximo tren de regreso a Ámsterdam.
Mientras la observaba alejarse, entendí que nuestras vidas nunca serían las mismas. Habíamos cruzado un límite y ya no podíamos volver atrás. Teníamos un compromiso. Nuestro viaje hacia la libertad había comenzado. Era el 14 de julio de 1942. Por casualidad, era también el Día de la Bastilla en Francia. Era un buen augurio; eso esperaba.
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